Parece que al tratar de describir el mundo inmediatamente nos encontramos con dos tipos de entidades distintas, por un lado, tenemos objetos tales como átomos, electrones, eventos, planetas, etcétera, y por el otro, cosas como carga, masa, ancho de onda, color, entre otros. Lo anterior lo podemos comprobar tanto en la ciencia como en nuestro hablar cotidiano: la ciencia habla de átomos con cierta cantidad de masa, o tal electrón tiene cierta carga e-, o una superficie de cobalto tiende a reflejar la luz dentro de un ancho de banda determinado. Paralelamente, cuando los que somos menos duchos en ciencia queremos describir nuestro alrededor, no hablamos exclusivamente de objetos, sino que les asignamos propiedades, ciertas disposiciones, es decir, los robustecemos con enunciados como “es de color verde”, “es pesado”, “está cerca de mí”, etcétera. Ésta es una manera muy cotidiana y poco sofisticada de referirse a los objetos, que no deja de ser un indicativo de cómo nos relacionamos con el mundo. Es verdadero que un recuento de las propiedades que un objeto tiene puede ser erróneo al asignarle características que no tiene por sí mismo, “ser hermoso”, por ejemplo; sin embargo, eso no nos lleva a que prescindamos de ellas como medio por el cual intentemos conocer la naturaleza de un objeto.
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